En los últimos días de la semana pasada hemos asistido  los ciudadanos europeos al inicio de una cumbre de jefes de gobierno en la que estaba previsto que se tratara la cuestión de la distribución de los fondos aprobados para ayudar a compensar los daños producidos por el coronavirus, que también van destinados a relanzar la economía, especialmente en los países más afectados, entre los que se hallan España, Italia, Francia y otros.

Hay cumbre, pero no hay acuerdo porque una serie de estados ricos, que se llaman a sí mismos “frugales”, se niegan a usar la palabra “ayuda” y la quieren sustituir por “créditos”, es decir, que se adelanta el dinero a los países que lo necesitan, pero para devolverlo más adelante. No conformes con eso, Holanda, Suecia, Austria y otros proponen que auditores nombrados por la Unión Europea supervisen y controlen en qué se invierte el dinero. Además, sugieren que se ajusten los salarios y las pensiones. Es decir, que tampoco  hablan de créditos como tales, sino de “intervención de los países”.

En mi opinión, deberíamos acostumbrarnos a llamar a las cosas por su nombre  en política y evitaríamos así que se publicara a bombo y platillo por parte de la UE que habría miles de millones de euros en ayudas para las naciones más afectadas por el virus, y ahora, a la hora de repartir los fondos, digan que “de  lo dicho no hay ná“. Y las discusiones sobre en qué y cómo se gasta el dinero deben llevarse a cabo en el Congreso de los Diputados, que para eso está, sin auditores extranjeros que vayan dando pautas mientras se discute en el hemiciclo. Hasta  ahí podríamos llegar.